Mañana dicen que termina el confinamiento, y muy a pesar que los contagios siguen a ritmo de galope, nada nos asegura que las condiciones regresen en pocos días o semanas, pero señora, hoy debo hacer un balance de lo que este confinamiento nos dejó, me acompaña? 
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Dicen que el confinamiento termina mañana, señora. Que el Perú es libre e independiente y que, los peruanos mañana volverán a su vida normal. Claro, vida normal, así como se conocía hasta marzo ya no. Probablemente el uso de mascarillas sea obligatorio por muchísimos meses, que el alcohol en gel sea más popular que el chocolate Sublime, o que incluso algunos integren el protector facial y/o ocular dentro de su outfit. Pero claro también llamarle normalidad, es una exageración, los buses no podrán estar ocupados más que al 30%, pero lo más triste es que muchos ya no volverán a sus trabajos, muchas empresas en estos más de 100 días han desaparecido, muchas otras aún siguen detenidas, y claro muy normal no va a ser todo, regresaremos a una situación en la que muchos seguirán teletrabajando, y otros irán interdiario, pero en turnos de 12 o 14 horas.

Pero hay algo que esta cuarentena o mejor aún, este confinamiento, nos debe haber enseñado, y es que nos juntó más con los que vivimos –para bien o para mal- y nos ha enseñado quienes son leales, fieles, sinceros o todo lo contrario. El estar viviendo encerrados, nos ha podido demostrar la verdadera valía de cada persona, su verdadero tesón y, claro, su empuje.

Muchas personas, muy apocalípticas ellas, se encerraron con sus planchas de papel higiénico que, desde el punto de vista psiquiátrico, les hacía sentir más limpios y protegidos –cuando en realidad no les sirvió de nada. Otros, se fueron comprando todos los medicamentos que aparecían como soluciones: paracetamol, azitromicina, ivermectina, hidroxicloroquina, dexametasona y, como no podía faltar en un país como en el nuestro: cloruro de magnesio, bicarbonato de sodio, dióxido de cloro, y hasta polvo de plata. Todos sacados de alguna noticia circulando en las redes, todos pensando en que con eso se compraban el ticket de la salvación.

Otros, recordaron sus raíces y formación y apelaron a Dios, Alá, Jehová, Yahvé, Marduk o Tetragrámaton, se encomendaron, rezaron, oraron, se volvieron piadosos, se convirtieron.

He conocido gente que encontró en la televisión su compañera perfecta y se acabaron los menús de series y películas de Netflix, Amazon y Disney. O se consumieron todos los juegos del PS4. Gente que se deprimió y ahogó la soledad con alcohol, o se relajó con marihuana, o simples humanos que necesitaron dosis más altas de antidepresivos o ansiolíticos.

Pero también vi matrimonios que no se conocían, y que, al compartir un día a día, la fiesta se acabó, era más sencillo llegar a casa los sábados a la noche, ir a la pichanga el domingo, y trabajar, que compartir con los hijos, las clases virtuales y la mujer. He visto parejas que tiraban perfectamente bien a la noche, luego del trabajo, pero que no se soportaron juntos dos semanas, y se han dicho de todo hasta separarse –aquello de compatibilidad es cierto, no era todo sexo y camita. He visto madres querer matar a sus hijos.

Mi prima, una madre de 4 criaturas, tenía una vida relajada: de lunes a viernes colegio hasta las 5pm, todos cansados a cenar y dormir, los sábados deportes hasta las 2pm, luego cine, y a dormir, y los domingos “les toca con su papá chicos”. Pero cuarentena de clases virtuales, de conexiones fallidas, de maestras desubicadas, hizo que se ponga loca. Otros padres recién se dieron cuenta que sus hijos no eran muebles conectados a la Playstation, y que necesitaban hablar y sentir.

He visto por Zoom, Facebook y Youtube el entierro de personas queridas, hemos olvidado los sepelios, las pompas fúnebres, lo velatorios y tanatorios.

También he visto el papel de los sospechosos comunes, de que todos somos posibles portadores, casi como una epidemia zombie, en la que es mejor disparar o aislarse y esconderse. Tengo amigos que por mucho que esta historia termina hoy, no piensan salir de sus casas hasta diciembre. Algunos ya ni casa tienen.

He perdido el sentido de ir al gym, de encontrarme con los amigos a por unas cañas, o de comer mi puñetera hamburguesa con milkshake. Claro, ni qué decir de irme al club los fines de semana a nadar, o de vivir pendiente de los retenes en los que uno debía mostrar hasta el ADN del abuelo para poder ir a comprar.

He aprendido señora, a valorar en mucho a aquellos a los que les llamo amigos, a aquellos a quienes son mi familia, a que mis viejos por muy jodidos que son, es mejor cuidarlos y tenerlos sanos, a que mi vieja por muy mal que cocina, es invaluable. He retomado contacto con personas tan importantes como aquellas a las que en algún momento les llamé “mi amor”. Y no para volver o buscar un remember, sólo para sabernos bien, para saber que ese cariño que nos dimos era para las buenas y malas, muy a pesar que pueden estar ellas ahora casadas –o que nunca dejaron de estarlo, je.

El confinamiento me deja como lección que el dinero, las propiedades y todo lo material, al final no resulta un pase libre frente amenazas biológicas, que es más doloroso perder a alguien que uno quiere, que perder en el fondo de inversiones. Aprendí a preocuparme de aquellos que me importan, y a quienes a veces por el tema del trabajo, dejaba en visto y respondía una semana después. Es un poco tonto, pero muchas personas toman a mal el famoso check azul, pero se asume muchísimo peor cuando uno no da muestras de vida, y no responde. Es verdad, cuando a alguien lo quieren, el preguntar siempre es una demostración de interés y preocupación, y amor con amor se paga, y darse unos minutos para responder ese cariño, no va a implicar que Hong Kong caiga, o el peso se siga devaluando.

La cuarentena me enseñó a querer a ese grupo de personas a las que sin complejos les digo “te quiero”, y me deja como lección que haber sido pareja de tal o cual persona me hace sentir orgulloso de ellas, porque hoy podemos ser tan buenos amigos, que la vida nos enseñó a ser más que solo un orgasmo.

Lanatta