Señora, dicen que a veces las personas manejamos situaciones in extremis. Por ejemplo, optamos por la cirugía y la resección como última medida, pero a veces puede ello no sólo resultar en la cura, sino en la mejor opción. El terminar una relación de una forma tan fría, puede ser óbice también de un reinicio, casi como cuando reiniciamos el ordenador con un nuevo sistema operativo.
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Y un frío mediodía la chica de rojo aparecía de nuevo, exuberante como siempre, con una blusa que dejaba los hombros al fácil acceso, una mini que provocaba a cada paso, y unos tacones que la elevaban casi a mi estatura. Esta vez no sería el vestido, sino sólo la blusa en rojo, el delicado maquillaje, y el saludo casi diplomático y distante. Claro quedaban “cosas por conversar Lanatta”, y habíamos decidido sería aquel sábado el día perfecto, el día en que luego de la ruptura telefónica del inicio de esa misma semana que ella me daba, finiquitaríamos lo nuestro con la debida contundencia.

Y así de provocativa, ella me saludaba, y claro en ese mismo saludo protocolar, de pronto sus ojos me dirían “ven”, y disculpe señora, yo soy un refinado lector de miradas, entonces yo fui. Y allí casi en el portal de su edificio le robaría un beso de sus labios. Y entonces en ese instante ella correspondería tímidamente, con ese “ni tan sí, ni tan no” al que me tiene tan acostumbrado. Y de pronto caminaríamos por la vereda, siempre llevándola de la cintura, siempre apretándola contra mí.

Claro, los envidiosos verían a un tipo común como yo, pasear de la cintura con tan bella diva, vamos el pibón al costado del orangután, el cuento de Disney de “La bella y el bestia” personificados al ciento diez por ciento. Los autos pasaban, las bocinas sonaban, y bastaba con la cara de tío de muy mala leche que suelo ostentar, para que pisaran el acelerador y marcharan.

A pocas cuadras le besaría como siempre, quizás con más ganas, quizás con más urgencia y necesidad. No era el maquillaje, mucho menos la ropa lo que me excitaba de ella, habiéndola visto desnuda tantísimas veces como para saberme de memoria desde su gesto al despertar, pasando por ese voltear de ojos en pleno orgasmo, o el glorioso “¡oh por Dios!”, cuando un modesto servidor le daba ese toque extra en el que convulsiona y se rinde. Era la necesidad. Sí señora: necesidad o urgencia. Que en términos médicos podría implicar una llegada en ambulancia y sirenas ululando, pero en este preciso caso, sería la necesidad de saber si su boca me necesitaba tanto como la mía, si su piel estaría allí tan lista para mí, si aquello que dije mil veces mío, lo era en realidad.

La respuesta de su boca fue contundente, la mirada de fuego de aquella chica de rojo volvía a encenderme. De nada puede servir tener los barriles de pólvora o las galoneras de combustible, si no se pueden encender, y ella grácil y dulce, con esa coquetería tan suya, me encendía como teniendo la perfecta cerilla. “Lanatta, la gente nos mira”, diría ella mientras mi lengua terminaba de salir de su garganta. Y es verdad, esa Lima a veces tan querida y otras veces tan insoportable nos miraba, nos odiaba un poco, claro señora la envidia y la hipocresía nacional. “No comas pan delante del hambriento”, gritarían algunos. “Lárguense a un hotel”, proferirían los otros.

Esa tarde no habría velas, ni champaña. La charla sería primero en un restaurante en el que ella me rogaría guardara la compostura, mientras mi boca se iría de inmediato a esos hombros que siempre disfruto besar, a esos brazos cuyo encanto es acariciar con suficiente suavidad como para estremecerla y que de pronto su piel se ponga de gallina. “¡Lanatta, estamos en un restaurante, hay niños!”. Y sí había niños y viejos, jóvenes y adultos, es que sigo pensando que demostrar amor sea en una calle o en un restaurante no es algo reñido con la moral y las buenas costumbres. ¿Por qué si una pareja gay se besa en la puerta de un templo católico implica que hay que ser tolerantes, y cuando una pareja heterosexual lo hace, uno debe ser culpable? ¿No es acaso la tolerancia igual para todos? ¿No es que el amor expresado en besos o caricias es lo que debería primar en este mundo tan cargado de odios, hipocresías y necedades?

Lo cierto es que de la comida no puedo opinar, es que simplemente fue un mero trámite. Caminaría ella conmigo románticamente hacia un parque cercano. ¿Un parque? Sí señora, un parque. No iríamos a algún albergue transitorio, tampoco a su piso o al mío. Nos sentaríamos en un parque, y la misma chica que había terminado conmigo por teléfono cinco días atrás. Me besaba como si ayer le hubiera declarado mi amor. La misma mujer que me dedicaba el final de nuestra época, con caminos distintos y metas divergentes me besaba con pasión, volviéndose mía mientras se atragantaba con mi lengua.

Debo reconocer que entre sus besos y los míos, aquella erección tan mía siempre estuvo presente, y claro, yo el desfachatado Lanatta, estaba vestido en pantalones cortos, camiseta y unas zapatillas, mientras que ella sofisticadísima era la “lady in red” con carterita incluida. Cuánta excitación nos manifestaríamos en aquel beso, que un anciano, de aquellos suelen ir a los parques a leer el diario, dar de comer a las palomas y piropear a las chiquillas, se sentaría en nuestra misma banca con las manos en los bolsillos a ver nuestro espectáculo de pasión y lujuria.

Y entonces la alerta de quiebre se disipaba, el amor entre ambos era tanto, que cualquier conflicto o duda se disiparía en el instante, y llegábamos a una conclusión maldita: habíamos nacido para estar cerca y no separados. Aquel modernismo de “tú por tu lado y yo por el mío”, no se acercaba en nada a nuestros sentimientos y necesidades. Sí señora: necesidad. Dicen que es probable que las personas se quieran, para luego amarse. Pero el necesitarse es un escalafón casi prohibido. Nos creemos autosuficientes, somos invencibles e invulnerables a los sentimientos. Viva la independencia y la libertad. ¡Puñetera mentira, señora!

Ambos nos necesitábamos en cuerpo y alma, y la necesidad era tanta que, al estar ligeramente distanciados, las llamadas y los mensajes no serían suficientes como para sentirnos amados, como para que las suspicacias, los celos y las inseguridades brotaran como una enredadera asfixiante. Y el hecho de dejarla crecer, era porque el hacerse el “indiferente” es fácil, porque así no mostraremos nuestras debilidades, pero el amor señora, es definitivamente algo que, si se siente de verdad, no es una vulnerabilidad, es fuerza que motiva, que empuja y que conduce.

Y entonces fue así como los dos necesitados el uno del otro, reconociéndonos amarnos y sin más motivos de distancia, subiríamos a un taxi, con un rumbo quizás conocido, con un orgasmo logrado allí en el asiento de atrás, mientras el pobre chófer manejaría sudando y mientras ella me miraría diciéndome “¡eres terrible Lanatta!”, y yo acredito que sí.

Lanatta.