Le perdí señora, por no querer cumplir un capricho, le perdí por poner por allí mis ínfulas morales y como bien dijo alguien: pretextos. No me sentía en ese momento listo para dar aquel paso. Y pasé a ser aquel “malo conocido”.
novia

Sonaba el móvil a la hora que ella solía llamarme justo cuando terminaba con sus pacientes en el policlínico donde ella trabajaba. Yo en el otro lado de Madrid, en el consultorio privado, esperaba a la siguiente paciente. Fuimos novios, pareja, la puñetera relación. Estuve enamoradísimo de ella, a ese punto en el que teníamos nuestros cepillos de dientes en el piso del otro, algunas mudas de ropa, e incluso tenía mi frasco con proteínas en una gaveta de su cocina. Los viajes eran a veces por tierra en tantísimos trenes que nos conectaban hasta con Oslo o Praga, otras veces en avión perdiéndonos en Los Ángeles o tomando caipiriñas en Río. La feliz pareja de dos treintañeros decididos a comerse el mundo.

Pero dicen que llega el llamado de la naturaleza, de la vida o del calendario a algunas personas. Y en su caso implicó, que una tarde de junio me propusiera embarazarse. Estaría todo bien que, si yo no quería, simplemente le diera la posibilidad de tener un hijo juntos, que no me preocupara yo de nada, de hecho, hasta había hablado con su hermana -una importante abogada en Barcelona- para firmar un documento de exención de responsabilidad, dicho de otra forma, ella se embarazaba, y firmaba notarialmente que yo no tendría responsabilidad alguna sobre el nene por nacer.

Situación complicada en la que no estuve de acuerdo, situación en la que decidí no formar parte, pues sentí que era una empresa personal, no un proceso en pareja como hubiera sido lo sensato a mi forma de ver. Ella se sintió incómoda, y de pronto su cepillo de dientes, la mochila con su ropa y perfumes, salieron de mi piso, indicándome que pasara el día que yo quisiera a recoger los míos.

La relación terminaba, y ni yo buscaría llamarle, ni ella tampoco. Pasarían varios meses hasta que el móvil sonaba, y ya habiendo perdido la costumbre de escucharle, me sorprendió al ver que su número aparecía en mi pantalla. Sólo me diría “G”. Y de pronto pensé que la charla sería de dos ex novios, queriendo charlar, reconciliar posiciones y, por allí, buscar volver. Me dijo que quería que conversáramos, los meses habían transcurrido de pronto a una velocidad impensable, ya eran 5 los meses que no sabíamos el uno del otro. Y así fue cómo ese viernes quedamos en vernos en su piso, me dijo que quería conversar y tomar unos vinos, ella haría la carne. Pensé que había tema señora, ni lo dude.

Al momento de llegar a su piso, muy a pesar de tener la llave, toqué el intercomunicador de la planta baja, me abrió, y subí por esa vieja escalera en caracol cubierta en mármol, y con lámparas que se encendían gracias a los sensores de movimiento. Al llegar al piso la puerta entreabierta, que era nuestro código para dar una sorpresa, me enfrentaría a un piso irreconocible. Las lámparas, los sillones e incluso los muebles de la cocina habían sido, sino cambiados todos, o por lo menos, movidos de cómo yo los recordaba. Alguien quería demostrarse a sí misma que había un cambio en su vida, pensé.

Al entrar, le miré y me sonrió, “vino el galán Lanatta, por lo visto “-atinó a decirme mientras apagaba el horno con ese olor a carne horneada en todo el piso. Me acerqué a ella sin responder, y mirando todo el paisaje le dije “alguien hizo cambios”. Me miró y poniendo las copas en la mesada de granito de la cocina, me diría “¿trajo el vino, doctor?”.

Poniendo el par de botellas en la mesada le tomé de la mano. Había extrañado ese calor tan suyo, esa mirada con la que nos hablábamos sin mediar palabra alguna.

Descorché los vinos para que tomaran aire, mientras ella cortaba la carne. En el momento de buscar el decantador que le regalé, tomé en cuenta que debía mantener las formas, no era ya la piso que compartía, y opté por hacerme el ingenuo y preguntar. Me dijo que estaba en un armario con algunas cosas que había guardado y que no usaba hace mucho (¡bang! Primer disparo señora). Lo encontré, y vertí el vino para que aireara correctamente. Al momento de emplatar me pediría un poco de ayuda y así le tomé de las manos, y el olor de ese perfume de tonos a violeta tan suyo, me hizo besarle la nuca y el cuello, sonrió y se dejó apretar.

Al momento de sentarnos, le miraría en silencio y tomando mi copa en la mano la alcé y le dije “por el reencuentro”. Me miró y me dijo “recule doctor, hoy cerramos un ciclo” (segundo disparo señora). Mientras cenamos me contaría que estaba desde hace 3 meses con un novio, era un amigo de la infancia que cuando habíamos terminado decidió ser su paño de lágrimas. Ella le había contado aquello a lo que yo me negué, y él le ofreció ser el donante. Eso le agradó a ella mucho. Pero había un inconveniente él era muy buen amigo, y en ese tiempo descubrieron la química que tenían, pero había un pequeño detalle, él era gay en la oscuridad. Y lo que él quería era disimular un poco.

El acuerdo entonces sería perfecto, ella tendría un hijo con él, los padres de él tendrían un nieto, ella sería madre y él podría sostener su vida con toda la tranquilidad. Yo le escuchaba y destruía la carne entre mis molares, un poco de incomodidad sentía sin lugar a dudas. Se casaba en un mes. Y hoy sería lo que ella llamaba “el cierre de un ciclo”. Decía amarme, decía que era yo el hombre de su vida, lamentaba no hubiésemos sido aquello que en un mes sería. Lloramos.

Hicimos el amor, como si fuéramos dos neurocirujanos neonatólogos -por esa necesaria delicadeza. Le acaricie como si su piel fuera el más fino catáfilo de una cebolla, no sólo porque asumía sería nuestra última vez, sino porque quería grabar en mi memoria -casi como si fuera una filmadora capaz de recopilar las sensaciones y sentimientos que allí nos dábamos, para la posteridad. Al momento de despedirnos, sólo me quedaba hacer mi papel de siempre, el del caradura legítimo, me despediría mirándola en la cama, sin que me dijera nada con una frase y sólo una: “ya sabes dónde buscarme, recuerda: es mejor malo conocido…”. Y me tiró la almohada, “te amo” me llegó a decir, e inmediatamente añadió “vete”.

Fui al matrimonio para espanto de su familia, amigas, amigos, compañeros de hospital y hasta vecinos. Hice el besamanos enfundado en el traje que ella misma me había escogido en una rebaja en Milán, el famoso traje “de las ocasiones especiales”. Bailé con ella vestida de blanco, y sólo de jodido, le conversé al oído mientras lo hacíamos, “es extraño siempre he dicho que me encanta follarte vestida de negro, pero hoy no lo veo mal el blanco”-le dije. Se cagaría de risa. Y claro todos comenzarían a cuchichear entre ellos. La música terminó y a sentarse todos. Hubiera sido aquello nuestro colofón, sin embargo, en un descuido de todos, mientras se fue a cambiar el vestido a la suite que los novios habían rentado en el hotel, me llegó un mensaje de texto que decía: “habitación 1221, malo conocido”. Había tema señora.

Lanatta