Ir por la odiosa Javier Prado un viernes cualquiera de marzo. Pasar la Avenida La Molina, y sentir que estoy llegando a casa, y de pronto, en la mismísima esquina de la iglesia de los mormones, al pasar el rompemuelles ¡zasca! Sentí cómo si de pronto alguien me empujaba hacia el timón con suficiente fuerza como para que el cinturón de seguridad me retuviera. Las alternativas estaban claras, señora: me habían chocado.
daños colaterales

Comprenderá usted, que mi primera reacción, fue apagar mi auto, soltarme el cinturón, coger el móvil y llaves e ir a plantarle la cara al infeliz que hubiera osado estropear mi coche y mi día, con el añadido de poner la cara de tío muy mala leche, con la actitud de “vas pagarme el daño al coche, y mis segundos perdidos”.

Al acercarme, el parachoques de mi auto mostraba un hundimiento que lo dejaría inservible, el coche más afectado era el que me había impactado, que claramente tenía el capot hecho un acordeón, y del motor salían fluidos y vapor de agua -obvio el radiador estaría comprometido. Di dos pasos más y vería a quien conducía, y de la cara de tío mala leche pasé a otra cara claramente.

Su cabello prácticamente naranja, sus ojos verdes agua y su cara de estupefacción lo decían todo. Estaba en shock. Así que señora, pasé de ser el chocado Lanatta a nuevamente el médico. Le pregunté si estaba bien, no respondía. Le pregunté si se había hecho daño y me dijo balbuceando que todo bien. Intentó bajar del coche y temblaba. Busqué ayudarla, pero la puerta del piloto estaba trabada. Forcé un poco y la puerta se abrió. Salió temblando, lloraba. Miraba cómo estaba su coche y el mío, y seguía llorando. Vestía unos pantalones muy sueltos y un sweater bastante holgado, como para no tener idea de cuál sería su figura.

Las bocinas de los coches en plena hora punta irían a alertarme que debíamos movernos de allí. El coche de ella no podría moverse solo en esas condiciones, le fui tranquilizando a la par que me decía en todas las formas que le disculpe, que por favor le disculpe. Le dije si estaba en condiciones de que le pudiera remolcar hasta la avenida de Los Ingenieros que estaba a pocos metros y con menor tráfico, aceptó. Y así cogí el cable de remolque lo puse en el asa de mi coche, lo até al de ella, y dirigí ambos coches a la transversal, donde pudimos estacionar.

Ya estaba más calmada, me pidió nuevamente disculpas, se haría cargo de todas las reparaciones, se llamaba María Elena, y por mirar su “estúpido” celular -el puto IPhone más nuevo- había apartado la vista del volante y me impactó. Me pidió que no llamara al seguro que sería costosísimo, sino que permitiera que le acompañe a su casa, a sólo tres cuadras de allí para inmediatamente contactar a los de la factoría, que los encargados eran ex empleados de su padre, y le harían precio.

Así fue cómo encendí nuevamente el coche até su auto al mío y le remolqué a esas tres cuadras. Al llegar y estacionarnos, sacó el bendito IPhone y llamó en altavoz al dueño de la factoría. El encargado la trató como la “señorita Schiappadolce”. Y le pidió pasar a Facetime para evaluar los daños en su coche y el mío. Al ver lo sucedido le indicó que le tomaría dos semanas reparar mi auto, y el suyo prácticamente un mes. Que ni nos preocupemos que al día siguiente estaría con dos autos de repuesto para que no nos quedemos inmovilizados.

Al día siguiente llegué puntual a las 8am. Los mecánicos ya habían llegado, me entregarían un simpático Audi A3 con el tanque lleno y olor a cero kilómetros. Mi 325i en un trueque temporal. La signorina Schiappadolce arropada en un chandal y una polera me invitaría a desayunar, le agradecí su gentil invitación, pero no era broma, tenía pacientes que atender, eso sí le pedí su número para estar en contacto. Ese mismo sábado a la tarde decidí ir a comprar al supermercado que está a frente al Raimondi, y vaya sorpresa la signorina, estaba justo allí. Vestida como siempre con sus ropas sueltas y cómodas, le saludé ya con cierta familiaridad. “Y entonces el doctor ocupado, también pasa por los supermercados como los mortales”, me dijo. Me reí. Le expliqué mi modus vivendi, y se rio. Esa tarde conversaríamos mientras hacíamos la compra, y al pasar a pagar, la gentil cajera, asumió que éramos pareja y que sería yo el que pagaba. Al salir me invitó a tomar el café que le negué a la mañana, imposible rechazarlo esta vez.

Llegamos a su piso, un nene con rulos rojos dorados le daba el encuentro, en el living una foto -de esas de estudio- le mostraba con su niño en brazos. Le abrazo, me presentó como su amigo el Dr. Lanatta. El nene me miró con poco interés y luego de soltarse de su madre, se puso los cascos en los que escuchaba música desde un móvil que llevaba en la mano y se fue hacia su habitación. Me invitó a que me sentara, y me dijo que le regale sólo cinco minutos. Entraba a la cocina y me preguntó si prefería café, té o algo “espirituoso”. Me incliné por el último. Eso implicó que me mirara, y dijera que “tenía una idea”. Y se fue a su habitación.

Al salir, de su habitación una botella de Chivas Regal de 25 años, con la pelirroja con el cabello suelto y descalza, un sweater escotado azul oscuro que cubría hasta los muslos y una lycra oscura semitransparente. No era para nada la imagen de la chica del choque, ni tampoco de la mamá del super. “¿Hielo, Lanatta?”- preguntó. “Nunca”- le respondí. Y fue así como sentados en su sala el Chivas Regal se fue extinguiendo, las risas, las anécdotas, en dos horas éramos dos viejos compinches. Al momento de acercarme para servirle un vaso más, ella se acercó también. Y allí comenzaríamos a besarnos, la buena influencia del Chivas hizo que de inmediato comenzara a acariciarle los muslos a meterme en ese escote a besarle los senos y ante mi sorpresa encontrarme con sus pechos libres sin sujetador, con esos pezones rosados a por mis dientes. Sus jadeos y excitación eran notorios y altos. Se mordía el dedo para querer callarse un poco.

De pronto me detuvo, fue hacia la habitación de su hijo, le puso la playstation, y le dijo que mami estaría escuchando música en la sala, sacó el móvil y puso su playlist a buen volumen. Bajo la lycra no hubo nunca ropa interior, fue tan sencillo arrancársela y sentirle tan húmeda, que la alfombra de la sala fue nuestro campo de batalla cuerpo a cuerpo. De pronto, el que embestía a la pelirroja por atrás era yo. Y ella lo disfrutaba. El Chivas Regal se acabó, sin embargo, desde ese momento las visitas a por otro café... continúan.

Lanatta.