Regla número I: la mejor forma de llevar la terapia es en el diván, así el analista no generará ningún tipo de distorsión, sea por el lenguaje corporal o por el lenguaje verbal, intentando que sus participaciones sean moderadas, y necesariamente para aclarar algún punto de duda. Hasta llegar a la finalización de la sesión y dar una conclusión.
capitulo i

Llegaba el paciente número cuatro de esa tarde de jueves. Paciente mujer, de treinta y pocos años. En su historia relataba haber terminado una relación tormentosa, y buscar reiniciar con nuevos bríos una vida, sin temores y sin prejuicios. Al entrar ella mostraba su desconfianza: “¿es usted el doctor?”, preguntaba al analista que, a pesar de estar sentado con un gesto serio, en ese instante le cambió y con cierta complacencia le confirmo él era su nuevo terapista.

De inmediato, le pidió que se sentara en la salita y mientras ella lo hacía, le preguntaría si deseaba algún fondo musical. Ella le dijo que no le importaba la música de fondo. Fue así que él apagó el sistema de sonido de la sala de consulta. Ella seguía con esa actitud entre temerosa y desconfiada, a lo que él buscó una respuesta: “¿Te sientes incómoda, fastidiada, molesta?”.

Y en ese momento, ella comenzó a hablar, a dar detalles de su vida. Tuvo un matrimonio, del que fracasó por culpa del marido, un sinvergüenza que, a pesar de estar casados, llevaba a mujeres a su misma casa mientras ella visitaba a su madre o amigas. A los pocos años conoció a un chico un par de años menor que ella, un remolino viviente. Viajaban mucho, se amaban a toda hora y lugar, pero él le confesaría que era bisexual, y que de seguir la relación ella debería no sólo comprenderlo, sino participar quizás de tríos amatorios con otro hombre. A lo que ella se negó y otra vez el final.

Pasaron unos meses, y luego conocería un nuevo pretendiente, esta vez muy a pesar suyo, era un tipo quizás racialmente no tan de su agrado, pero que le gustaba por el trato que le daba, le presentó a su familia, le llenaba de regalos y la relación comenzó a funcionar. Pero él venía con un tema de que acarreaba deudas, le contaría ya mucho tiempo luego de comenzada la relación que tenía un hijo ya adolescente, y que la ex mujer le pedía cada vez más dinero. Y él se endeudaba a cada rato, hasta que llegó el punto en que ella asumía sus deudas, y ya con ello vio que no iría a avanzar. Fracaso otra vez.

Su vida iba de tumbo en tumbo, malas relaciones hasta que un día conoció a un hombre algunos años mayor que ella en Tinder. Un tipo complicado, tanto en tiempos como en gustos. Su tarjeta de presentación sería la de un hombre que había vivido mucho, con muchas ex parejas en su cuenta. Era muy abierto en decir las cosas que le gustaban o excitaban. Eso de cierta forma le llamaba la atención tanto para bien como para mal. Aunque en la sumatoria era muy excitante estar de lado de alguien que buscaba no sólo su placer sino el tenerla a ella muy satisfecha.

Aquello de muy satisfecha le resultaba bastante novedoso. Sus anteriores relaciones no habían tenido aquella intensidad. Él podía aparecer en cualquier momento del día o de la noche, y buscaba su piel, le acostumbraba a besos intensos, a situaciones demasiado excitantes, y ella se dejaba guiar. Tenía un añadido, y era que él, no era de los que terminaba con cierta facilidad.

El analista no entendió bien y quiso corroborar: “¿A qué te refieres con que no terminaba con cierta facilidad?”

Y ella rememoró un poco. Relató que, luego de las charlas en la aplicación, comenzarían largas conversaciones telefónicas y mensajes. No había un mal momento, él le llamaba por la mañana, tarde y noche. Pasaron unas semanas -no más de cuatro- y decidirían encontrarse. Fue así que reunieron a tomar un café en el Havanna de Recoleta. Y muy para su sorpresa aparecería él vestido con una camiseta, unos shorts y unas ojotas. Claro cualquiera diría que era un turista, pero es que ella se había presentado en vestido y hasta tacones. Ese mismo día en el café y luego en el coche él intentaría besarla, pero ella decidió no ceder.

En la segunda cita, él le sorprendió al llevarla directamente a un hotel en Palermo. Ello le sorprendió, ella no quería irse a la cama, sin embargo, él le dijo que conversarían con más privacidad, y luego de comenzar a besarse comenzarían las vueltas amorosas, en las que no hubo contención y a las dos horas estaría volando su ropa interior, y él estaría poseyéndola completamente. Quizás ello no sería algo relevante, si la novedad no fuera que él, en el primer coito tuvo una performance a su lado de más de una hora, que hubo momentos en que parecía que se iba a desmayar por la intensidad de los orgasmos repetidos. Ese día quedaría con la vagina inflamada, y con un dolor manejable la sentarse.

A la semana siguiente se volverían a ver, y otra vez una noche de hotel. Entre lo que llegaron al hotel y la hora que salieron -casi 20 horas- sólo durmieron 4 horas, el tipo lo único que hacía era tomar bebidas rehidratantes y agua. Pidieron servicio a la habitación de cena, y en realidad la comida fue un tiempo fuera para reponer energías. Esa vez, entre sus pezones malheridos, la vagina reventada y los músculos de las piernas hechos trizas, hubo que pedir un día de descanso en el trabajo. Los orgasmos que este hombre le daban eran tan seguidos y tantos, que parecía querer romper récords en alguna competencia. Pero con el consiguiente factor de adormecimiento que le dejaba en el cerebro a tal punto que dormiría por quince horas seguidas.

Los encuentros se fueron dando, y las situaciones cada vez más ardientes. Llegaron a un punto en que él, le llamaría al móvil en horas de trabajo, diciéndole que estaba en el bajo. Y ella buscaría un apartado en el edificio para que la poseyera. Y si eso no pasaba, podrían irse a un cine, parqueo subterráneo o donde fuera, sólo para poseerse. Al mes se mudarían juntos, y ello era un compartir maquiavélico. De día y de noche, trajinada por todas partes. Bajó ocho kilos de peso, sentía el culo más redondo y parado que en todo el tiempo de gimnasio. De hecho, las chicas del trabajo le preguntaban por la crema o tratamiento que se hacía, porque su rostro estaba con un esplendor bárbaro.

La sexualidad en su máxima expresión, la volvió adicta. Ella era adicta a él y viceversa. Notó que incluso se estaban aislando. Habían ido de viaje a Punta Cana, y de lo único que estuvo segura de conocer fue la habitación del hotel, la media hora que se puso el bikini para algunas fotos, y el recorrido de ida y vuelta en el transfer al aeropuerto de Santo Domingo. Todo el resto del tiempo sería estar en pleno matraqueo, incluyendo el baño del avión en clase turista en la ida y, el baño de business en la de regreso. Los juegos sexuales siempre in crescendo: lencería, disfraces, copular en zonas prohibidas, abiertas, tomarse fotos desnudos, o hacerse videos mientras follaban, para luego verse, criticarse y volverlo a hacer.

Los gestos del gentil analista eran de excitación, de hecho, cada relato que ella daba era claramente una situación que innegablemente convocaría a que él incluso discretamente se frote la verga -la gran ventaja de tener su sillón por detrás del paciente. Pero hasta ahora no entendía dónde venía el problema, quizás el tema de tener demasiado sexo podría parecerle extraño a algunas personas, pero fuera de ello no existía algún peligro. Y se lo dijo, a lo que ella corrigió.

Es que ahora él le proponía juegos que en un inicio llamó “de sometimiento” o “de privación sensorial”. Y entonces él, le podía vendar los ojos, atar de manos o de pies, o ambas, amordazar, sólo para que su percepción de las caricias fuese más intensa. Llegando a momentos en los que sólo con esas caricias, estallaría ella en orgasmos tan intensos, que él conducía y que le conllevaban a eyacular. Y claro, él disfrutaba. Pero ella decía que a veces él sólo le llevaba a los orgasmos, sin penetrarla. Y eso le generaba cierta desazón y temor, como si a él ya no le gustara tanto estar dentro de ella penetrándola. Que la sensación de sentirlo, estar destruida y llena de él le fascinaba.

El buen analista, le pidió calma, le dijo que estaba entrando en los famosos juegos de una corriente sexual que hoy se llamaba BDSM, por el bondage, dominación, sumisión y masoquismo. Y que mientras ello no fuera lesivo para su salud o conducta, pues no había nada que temer. Que quizás los niveles convencionales de las relaciones sexuales ya estaban siendo sobrepasados, pero si había comunicación y fluidez, y aquella empatía y complicidad pues eran niveles de la vida de pareja que hoy estaban considerados como progresistas. Lo mejor sería que ella le diga a su pareja lo que le gustaba, y así como ella se sometía y permitía los juegos, que él también le diera lo que ella quería.

Ella se sintió aliviada, le agradeció por la consulta y se marchó. Él dejó cerrada la puerta y canceló consultas. No estaba para más pajas.

Lanatta.